lunes, diciembre 11, 2006

Demasiado daño, demasiado dolor


Hace tan sólo algunas horas el corazón de Augusto José Ramón Pinochet Ugarte dejó de latir. De inmediato miles de voces divergentes se levantaron en el país y el mundo para calificar su gestión, su vida, sus decisiones. En el Hospital Militar dos mil personas avivaban a su héroe y reaccionaban con violencia contra la prensa. Un par de kilómetros más hacia el centro de la capital de Chile, otros miles descorchaban champagne y expresaban su alegría por la muerte del ex dictador.
En un plano intermedio, la presidenta Michelle Bachelet, un par de ministros y el Comandante en Jefe del Ejército, tomaban decisiones respecto al carácter del funeral de quien por diecisiete años tuviera las riendas del país sin ningún control, tanto, que ni las hojas podían moverse sin que él lo supiera.
Él llegó finalmente al único momento de nuestras vidas -la de todos-, que nos pone en igualdad absoluta de condiciones: la muerte. Porque más allá de la pompa y circunstancias de algunas despedidas y de la soledad de otras, el último respiro nos deja a todos a las puertas del único juicio que no podemos eludir: el de Dios para algunos; el de la historia para otros; el de la fuerza creadora; el de Alá; el de los ancestros.
Hoy, pasadas algunas horas, algo de razón, de calma comienza a poblar los espíritus.
Augusto Pinochet irrumpió en la vida nacional un oscuro día de agosto de 1973 cuando Salvador Allende, presidente Constitucional, lo nombró Comandante en Jefe del Ejército. Ni Pinochet ni Allende sabían que ese día representaba un giro en sus historias. Allende personificaba el inicio de la idealización de un período, de un gobierno, plagado de pasiones, de errores, de odios, de ideales, que con su muerte rodeada de misterio en un inicio y de heroísmo después, pasaba a consagrarse venciendo cualquier dato objetivo, cualquier análisis racional.
Pinochet en tanto inició un reinado de 17 años. Venciendo su indecisión -su miedo probablemente-, se sumó al golpe militar del 11 de septiembre de 1973. De ahí en tanto tomó la fuerza, la seguridad y la decisión de quien no tiene nada que temer ni nadie a quien responder, porque miles de miles de armas respaldaban su accionar.
Miles de chilenos pagaron con su vida, su seguridad, su nacionalidad, su familia, su libertad, su integridad física y mental su adhesión a un proyecto político inserto en la odiosa guerra fría que Estados Unidos y la ex URSS encabezaban.
Con todo a su favor, tomó una opción en el campo económico que es su más importante argumento a favor. Optó por entregarle el apoyo a un grupo de economistas influidos por la escuela de Chicago que propugnaban el reinado del mercado.
Así, sin una fuerte oposición, salvo los intentos de algunas cúpulas políticas que apoyaron el gobierno de Allende y algunos sindicalistas que iban del arco de la DC al PC, Pinochet impuso un sistema; aplastó a quienes demandaban libertad, justicia y democracia; dispuso de la vida y del dolor de miles de chilenos y chilenas, entre ellas la actual presidenta de la República, e inició la aplicación de un régimen que voló de una plumada los derechos de los trabajadores; persiguió quienes pensaban distinto, amparó a cientos que se enriquecieron ilícitamente.
Hoy día, con Pinochet muerto, seguimos viviendo el modelo y sistema que él aprobó y bendijo. Modelo que puso al país en el camino de la modernidad, el desarrollo y el bienestar para algunos, pero de la marginación y la injusticia para muchos; para demasiados, para la mayoría.
Dieciséis años de gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia no han sido capaces de vencer este modelo de injusticia. Al contrario. Los beneficiados de ayer han formado una “santa alianza” con los administradores de hoy.
Pero el peor pecado de Pinochet no fue haber optado por el modelo económico libremercadista. No. Su peor pecado fue hacer un trabajo lento, disimulado, infame, orientado a introducir un cambio cultural nefasto. Su paso de 17 años por el gobierno significó introducir el germen de individualismo, del egoísmo, de la insolaridad en el alma del chileno. A la discapacidad respondemos con el negocio de la Teletón; a la soledad de los viejos respondemos con el negocio de fundaciones; al desamparo de niños y jóvenes respondemos con campañas y sponsors.
Se fue Pinochet. Sembró demasiado daño, repartió mucho dolor. Nos transformó en alguien que no quisiéramos ver en el espejo.

Revista Impacto.

No hay comentarios.: